CAMILA

lunes, 27 de agosto de 2007
Camila amaba a Martín de la única forma que sabía hacerlo: sin condiciones. Había vivido muchas experiencias a su lado, unas maravillosas y otras no tanto, y así lo había resuelto desde hace varios años: estaría junto a él hasta la muerte. Y no le importaba que de un tiempo hacia acá, él estuviera cambiando con respecto a ella. Lo percibía frío e indiferente, sin embargo, con toda la ecuanimidad que ahora la distinguía, siempre encontraba alguna explicación razonable al distante comportamiento del dueño de su corazón.

Esa noche, Camila aguardaba que Martín regresara del trabajo. Era el momento del día que más disfrutaba. Lo esperaba ansiosamente. Podía saber que él estaba por llegar desde antes que caminara por la cafetería de la esquina de su cuadra, donde todos los sábados iban a tomar el desayuno y ella disfrutaba contemplarlo leer el periódico aunque pasaran largos minutos sin que él le dirigiera palabra alguna o siquiera le regalara una mirada. Mientras ella daba cuenta de sus alimentos bajos en grasas, lo observaba detenidamente y estudiaba sus movimientos, le encantaba cómo soplaba el café hasta enfriarlo, cómo se mordía el labio inferior después de cada calada que daba al cigarrillo, cómo se sacudía el azúcar que le quedaba en la mano al comer su infaltable bizcocho. Sabía con perfección que cuando Martín fruncía el ceño y levantaba la ceja izquierda estaba leyendo alguna noticia de política nacional; si tornaba los ojos hacia arriba como si pretendiera mirar su frente desde adentro, se estaba enterando de la boda de algún famoso o del último escándalo de la figura juvenil del momento; si arrugaba la sección de deportes entre sus dedos apretados, es que habían vuelto a eliminar del torneo a su equipo de futbol favorito.

Ninguno de esos sábados fallaba que algún vecino circulara por la cafetería y les mostrara vehementemente su cariño a ambos. Entonces sí, Martín interrumpía su ritual de lectura, saludaba con una sonrisa y contestaba algo amable. No era raro que algunos de los vecinos le dirigieran algún piropo a Camila. Ella era muy hermosa y en donde se plantaba siempre atraía las miradas pero nunca logró acostumbrarse a ello. Cuando escuchaba algún elogio o descubría que alguien la estaba mirando sin reparo, sólo callaba y agachaba la cabeza avergonzada. Y aunque Martín era el primer testigo de que esto sucedía, nunca mostró el mínimo gesto de celo o incomodidad. En ocasiones se le podía ver el orgullo en la cara de macho vanidoso. A Camila le parecía que tanta prudencia era totalmente preparada, no obedecía a un carácter templado, pues de Martín podía decirse todo, menos que controlara sus impulsos. Según ella, él toleraba las constantes miradas que atraía de los vecinos y los halagos que le destinaban, por la única razón de que sólo así, él sentía la libertad de mirar y sonreír a las chicas que acudían a tomar desayuno, sin merecer, al menos justificadamente, ningún reproche por tal conducta.

Ya eran varios minutos más después de las ocho de la noche, hora en que Martín acostumbraba llegar a casa y Camila empezaba a desesperarse. Caminaba impaciente dando vueltas por la estancia y asomaba a la ventana en que podía mirarse la calle, mas no encontraba lo que buscaba, pues Martín no iba a llegar sino hasta pasada la medianoche. Sentía que la ansiedad la consumía. Intentaba controlarse, pues la experiencia le indicaba –era la cuarta noche del mes que él se retrasaba– que si se dejaba vencer por la desesperación, lejos de encontrar el remedio, la situación podría tornarse más lamentable.

Después de cinco años de la más impoluta felicidad junto a él, Martín ya no era el de antes. Algo había pasado que desconectó los cables que hacían de su relación una conexión innata. Sin embargo, actualmente, ella no se desgastaba en culparse de tal deterioro, mucho menos le reprochaba a Martín que él hubiera fallado en algo. Al inicio de su unión, cuando él salía a cumplir su jornada laboral de once horas diarias, en varias ocasiones ella le montó unas pataletas dignas del más consentido heredero de alguna dinastía real –y con ese nombre, Camila, no podía pretender tener sangre azul– y le reclamaba a Martín, en el tono y volumen más alto que de su garganta salía, que no quería quedarse sola tantas horas. Era mucho tiempo sin él. Y cuando Martín regresaba a casa, cansado y hambriento, no sólo notaba que el enfado de Camila continuaba, sino que se había multiplicado potencialmente a lo largo del día y a esas horas, era más serio de lo que creía. Las protestas eran tan fuertes y evidentes que de haber continuado, ineludiblemente, habrían acabado en primer lugar con la armonía que en esa casa se respiraba y después, con aquella linda pareja de portada de revista. Era una situación inconveniente por todos lados para Camila, así que no tenía mucho que pensar, había que controlar la ansiedad para lograr arreglar las cosas con temple y serenidad.

Cansada de esperar y casi vencida por el sueño, Camila se dirigió a la habitación y como siempre ocurría cuando el abandono de Martín le hacía ir a la cama sola, se acostaba en el lado derecho de la cama, el que soberanamente ocupaba el señor de la casa, pretendiendo que cuando Martín se dispusiera a dormir encontrara un nido acogedor y cálido. Además, con esta práctica, Camila podía embriagarse con la fragancia de Martín, la cual, cada noche impregnaba las sábanas y así, acudía al archivo sensorial de su memoria para revivir aquellas madrugadas que dejaban de ser heladas cuando Martín, con el brazo derecho, rodeaba su cuerpo y con acompasados movimientos acariciaba su espalda y ella, a manera de respuesta, emitía cortos sonidos que sólo podrían tener un significado que Martín claramente conocía: “no te detengas por nada de este mundo”. Al recordar su aroma sentía que él estaba ahí, que la mañana de ese día no fue él quien salió de la casa con el portafolio en una mano y la corbata en la otra, que estaba a su lado cumpliendo la misión por la que, según Camila, él había venido a este mundo y era para acariciarla. Así, se engañaba pensando que no era su Martín quien en ese instante calentaba otro lecho impregnándolo con sus humores más íntimos. En esos momentos, a través de los sueños y recuerdos, Martín estaba a su lado y aunque el frío se volvía inclemente, la desolación se diluía.

Y perdida en sus aromáticos recuerdos, Camila terminó profundamente dormida, tanto que no se percató, ni esa ni las cuatro noches del último mes que había ocurrido lo mismo, cuando Martín llegaba y con un cauteloso movimiento de cadera la hacía ocupar el lado izquierdo de la cama. Camila, somnolienta, inmersa en el mundo de los sueños, pujaba un poco y tomaba su sitio en la cama que durante los últimos cinco años habían compartido, pero ese casi inaudible gemido ya no tenía significado alguno, era una simple expresión provocada por la interrupción de flotar en un mundo irreal y por sentir la crudeza y frialdad del lado izquierdo de las sábanas.

Cuando los primeros rayos del sol asomaban por el ventanal, Camila se levantaba de la cama como si nada de lo ocurrido la noche previa hubiera sido real. Ella despertaba cargada de ánimos, feliz de disfrutar un nuevo día. Sigilosa fijaba su mirada en el hombre que dormía pesadamente en esa habitación. Con la misma capacidad olfativa con que podía recrear formidables pasajes enterrados en el pasado, distinguía en la corbata, camisa y en el mismo cuerpo de Martín, que él había estado con una mujer, la misma por quien había llegado tarde aquellas cuatro noches del último mes. Podía reconocer la fragancia aflorada del perfume, el dulzón aroma a frutas salvajes del labial y en cada poro de la piel de Martín, el inconfundible olor de la combustión de los cuerpos.

No había duda, de hecho para Camila nunca la hubo mas ahora reconocía en los dormidos labios que miraba una sonrisa que era una confesión firmada, había vuelto a estar con esa mujer. Martín no podía ocultarlo y para decirlo con precisión, no quería hacerlo. Él se levantó de la cama y aunque el cuerpo no parecía responderle debido al cansancio, Camila lo notaba reanimado y alegre. Era evidente que tanta energía se contraponía a las pocas horas de descanso que Martín había tenido en la noche y sólo podía deberse a la corriente eléctrica que mágicamente fluye por las venas cargando cada una de las terminales con el más alto voltaje y le da sentido a la vida: el amor. Así era, Martín se había enamorado, perdida y locamente y estaba feliz por ello.

Camila también estaba feliz. Al ver que Martín salía de la habitación, con la correa entre los dientes y sin dejar de agitar la cola, sabía que el momento de su paseo en el parque había llegado.