KÁISER

jueves, 21 de febrero de 2008
Juan González era un abogado, originario de Reynosa, quien rebasaba la cuarentena y hace quince años llegó a la Ciudad de México con la intención de volverse millonario.

Así se presentaba Juan ante la gente, pero en ello había poco de cierto. Efectivamente, se llamaba Juan González y tenía cuarenta y seis años, pero no era abogado y ni siquiera estaba licenciado para ejercer alguna carrera profesional. Tampoco era verdad que hubiera nacido en la ciudad de Reynosa en Tamaulipas, sino en una localidad vecina, constituida por algunas pequeñas rancherías, llamada Las Burras. Lo que no dejaba lugar a dudas era que había llegado a la capital, con el único objetivo de enriquecerse, sin importarle el camino que tuviera que andar para cumplir su finalidad, la cual, por cierto, aún no había alcanzado.

Al llegar a la ciudad, Juan consiguió un empleo de mensajero y chofer en un importante despacho de abogados, de donde obtenía el mínimo salario con el que podía pagar el alquiler de un minúsculo apartamento en uno de los barrios más bravos de la gran urbe y los componentes de la alimentación que había llevado toda su vida, arroz, frijoles y toneladas de tortillas.

Con el objetivo de hacer dinero tatuado en la mente, Juan cumplía cabalmente las funciones que le asignaban los abogados del despacho, iba y venía por toda la ciudad, llevando y trayendo papeles y licenciados, siempre atento a las conversaciones que se sucedían en el asiento trasero del auto. Así, se enteraba de las millonarias cantidades que sus jefes cobraban por los asuntos que atendían, de los lugares donde vacacionaban, de quién de los socios respetaba el matrimonio y quién no lo hacía y de las actividades recreativas que les gustaba practicar. Uno jugaba golf, no le gustaba mucho y era bastante torpe para este deporte, pero lo hacía porque podía relacionarse con gente importante a quien ofrecerle servicios legales. Otro de los abogados se inclinaba por los deportes acuáticos y todos los fines de semana los practicaba en la casa de Valle de Bravo. El más joven de los socios, el Licenciado Corcuera era quien más atraía la atención de Juan, él se distraía de una manera menos glamorosa e intrépida, dedicaba su tiempo a convivir, pasear y entrenar a Petrushka, su mascota.

Petrushka era una perra pastor alemán de hermosa e imponente figura. Era una atleta muy disciplinada, contaba el abogado, pues desde que era una cachorra de pocos meses de nacida, diariamente corría diez kilómetros. Ahora era una perra joven de dos años en quien el ejercicio constante y un kilo de nutritivas croquetas al día habían construido un cuerpo fuerte y musculoso y el cuidado, educación y cariño que Corcuera le daba, una elegante estampa y un carácter noble y agradecido.

Hace unos años, Corcuera se esmeró para que Petrushka aprendiera las suertes básicas de obediencia y convivencia, pero al irse sumergiendo en el fondo del adiestramiento animal, el joven abogado descubrió con agrado, además de establecer un contacto mágico con su mascota, el fabuloso mundo de las pasarelas caninas.

Cuando el abogado contaba a sus socios los torneos y competencias en los que había participado Petrushka, lo hacía con la emoción y el orgullo de un padre, pero cuando platicaba que el auto compacto que manejaba su hijo había sido el premio que su mascota había ganado en la última exposición mundial, quien se emocionaba era Juan. Y más lo hacía cuando se enteraba que por haber obtenido el campeonato, Petrushka se había convertido en una perra muy cotizada, pues decía Corcuera que cuando tuviera crías, cada una de ellas podría venderlas hasta en cincuenta mil pesos y esa raza de perro tenía camadas de cinco a seis cachorritos.

Juan no habría creído lo que acababa de escuchar si no fuera porque sabía que el Licenciado Corcuera era distinto a los otros abogados del despacho y no acostumbraba hacer alarde de su dinero o hazañas. En ese momento, aunque sus manos daban vuelta al volante con pericia, la mente de Juan ya no estaba en este mundo, se había perdido calculando mentalmente, cinco cachorritos, cincuenta mil pesos por cada uno, ¿doscientos mil pesos? No, ¡doscientos cincuenta mil pesos! ¿Y un auto? ¡Un auto! Definitivamente, Juan había encontrado la llave de su fortuna, tendría un perro de exposición, triunfador en campeonatos y competencias que lo sacaría de vivir al día y lo haría ser el orgullo de Las Burras.

Entonces dedicó su tiempo a armar el elaborado plan que lo llevaría a obtener tanto dinero o más que el del licenciado Corcuera. Por supuesto, después de pensar por varios días, su delgada inteligencia no le dio para mucho y su sofisticado plan se limitaba a dos pasos: uno, comprar un perro y dos, entrenar al perro.

El primer paso, sin embargo, encerraba su complejidad, pues había que conseguir el dinero para comprar al perro y lo que ganaba Juan en el despacho a veces no le alcanzaba ni para pagar el transporte público. Entonces recordó que alguna vez que esperaba a un licenciado afuera de los juzgados federales, se le acercó uno de los “coyotes” que circulaban ofreciendo servicios supuestamente legales a las personas que ingresaban al recinto y con él sostuvo una plática que del calor insufrible brincó a los resultados dominicales de futbol, después a las virtudes físicas y artísticas de Ninel Conde que en el radio del auto cantaba “el bombón asesino” y terminó en un profundo análisis de la política interna y externa de nuestro país. Juan se había mostrado muy elocuente en todos los temas. Del calor sabía todo, pues en Las Burras el sol pegaba tres veces más fuerte que en el Distrito Federal; se sabía todas las canciones de Ninel y le encantaba el sentimiento con que las interpretaba y del Necaxa, equipo de sus amores, podía repetir alineaciones completas y marcadores importantes de los últimos veinte años. De lo que él mismo se sorprendió fue la vehemencia y dominio con que defendió varios de sus argumentos en materia política. Juan, sin saber exactamente qué decía, repetía las palabras que en varias ocasiones había escuchado de los socios del despacho, a lo que el “coyote” reaccionó con una fuerte, sin embargo cálida, palmada en la espalda diciéndole: “muchacho, con todo lo que sabes, no deberías estar de chofer, podrías estar asesorando a toda esta gente como hacemos nosotros”. Juan se interesó en el asunto y supo entonces que con algunos artículos que conociera de ciertos reglamentos, leyes y códigos, podría hacerse “coyote” y ganar más del doble de lo que obtenía como mensajero.

Así, del despacho tomó los libros que contenían las leyes que le indicó su mentor y mientras esperaba en el auto que los abogados hicieran sus diligencias, leía los artículos correspondientes hasta memorizarlos y en cuestión de un par de semanas, y a juicio de su camarada, estaba preparado para impartir el Derecho e iniciar su carrera hacia la fortuna. Entonces renunció al despacho y siguiendo instrucciones, se fue al portal de Santo Domingo, donde por una pequeña cantidad de pesos, consiguió un título de licenciado en derecho que parecía más auténtico que aquéllos que había visto adornar la pared de la egoteca del bufete al que jamás volvería.

De esta forma, el primer paso de su plan había sido llevado exitosamente a cabo. No ganaba tanto dinero como lo había vociferado su mentor, pero al cabo de unas semanas, contaba con lo suficiente para adquirir un perro como los que algún día vio que unos muchachos vendían en el bazar de Pericoapa.

En este lugar encontró a un par de jóvenes que vendían unos cachorros de pastor alemán. Cada muchacho cargaba un perrito y tenían otros cuatro en la cajuela del auto. Decían que “eran de pedigrí”, pero a Juan ya poco le importaba esto, pues solamente pensaba que estos chicos eran muy tontos, pues no habían tenido la visión de entrenar a los padres de los animales para que, en vez de vender los pastorcitos en quinientos pesos, pudieran obtener cincuenta mil pesos por perro. Juan no caería en tan grande equivocación. Él era mucho más inteligente y tenía frente a él un gran negocio que no iba a desaprovechar. Escogió al perro que se mostraba más despierto que el resto, lo metió en una caja de zapatos que le consiguieron y se fue a casa entusiasmado de pensar que, a partir de ese momento, su vida sería diferente.

Bautizó a su mascota con el nombre de Káiser y lo primero que hizo al llegar a casa fue servirle un gran plato con lo mismo que él comía. Revolvió arroz, frijoles y muchas tortillas en pedazos que Káiser devoró más por hambre que por gusto.

Como Juan salía muy temprano a trabajar en los juzgados, pensó que debería tener a alguien que le ayudara a alimentar a Káiser mientras él no estaba. Le pidió a su vecina Doña Lupe que le diera de comer en las mañanas y lo llevara al parque a hacer sus necesidades. La señora aceptó, pues todos los días caminaba media hora para disminuir los dolores que le provocaban las varices. Juan lo llevaría todas las noches al lote baldío de la esquina para entrenar al futuro campeón.

Así empezó el entrenamiento de Káiser. Todas las mañanas Doña Lupe pasaba por él, le servía la olla repleta de comida que Juan había dejado preparada y lo llevaba al parque donde no sólo caminaba y hacía sus necesidades, sino que se encontraba con otros perros con los que jugaba alegremente. Juan había sido muy enfático al pedirle que nunca le soltara la correa pues se podía escapar, pero además de que Doña Lupe no podía controlar la fuerza con la que el perro se jalaba para cualquier lado, se dio cuenta que Káiser no quería escapar sino jugar con los demás animales que había en el parque y entonces le soltaba la correa.

En el parque Káiser era feliz pues se encontraba con varios perros más que acudían con sus amos a ese espacio para hacer lo mismo que él: jugar, correr, jugar a correr y correr jugando. La banda canina del parque estaba integrada por Lucas, un fornido pero amistoso Rottweiler; Beck, un tierno e inteligente labrador y Zidane, un hiperactivo ejemplar sin raza determinada que había vivido en la calle hasta que sus actuales dueños lo tomaron en adopción. El grupo perruno, por supuesto, también contaba con membresías para damas y las portaban orgullosamente, las hermanas Luna y Estrella que eran dos pequeñas Schnauzer y la hermosa y conquistadora Golden Retriever, Camila.

Mientras Doña Lupe comentaba animadamente los últimos acontecimientos ocurridos en la colonia, Káiser desahogaba toda su energía. Lucas era su comparsa más fiel y juntos parecían confabular en contra de las estelares hermanitas para arrancarles la pelota que cada una llevaba consigo y correr por todo el parque como si en ello les fuera la vida. Después de mascarlas con fuerza y que las pelotas se conformaran más de saliva que de hule, entonces las regresaban a sus dueñas.

¡Cómo se divertía con Lucas! Káiser jugaba alegremente con todos los perros, pero con él había una complicidad natural. Cuando uno se cansaba, el otro le ladraba ruidosa y repetidamente hasta que atendiera el llamado y entonces empezaba el maratón. Káiser era feliz con sus amigos del parque y lamentaba que la tijera de Doña Lupe perdiera su filo, pues eso indicaba que había que regresar a casa. Era momento de olvidarse del aire puro y de aquel abanico de olores que enloquece a los perros para volver al oscuro y reducido espacio que Juan le destinaba a su mascota y entonces pasaba las horas mordisqueando cuanto objeto caía en sus fauces hasta que Juan volviera de trabajar.

Cuando Juan llegaba a casa la vida de Káiser era distinta. Al verlo, el perro agitaba la cola como vaquero en rodeo, pero no lograba que Juan lo cariñara, en cambio, si en alguna de las eufóricas manifestaciones de júbilo, Káiser osaba ensuciar más la ya mugrienta camisa de su amo, entonces los gritos, regaños y patada que los acompañaba no se hacían esperar.

De esta forma se desarrollaba lo que Juan llamaba rutina de entrenamiento. Ésta no duraba más de media hora, paseo incluido, pues a pesar de la disposición de Káiser de convivir con su guía, Juan no podía perderse la telenovela de las ocho, así que apuraba el paseo para poder regresar a tiempo.

Juan vociferaba una serie de instrucciones que Káiser debía ejecutar al instante, de no hacerlo, se veía sacudido por una sólida vara de bambú que él llevaba consigo para reprenderlo. Juan no se conmovía con los gemidos de dolor que lanzaba el perro cada vez que lo azotaba, mucho menos al ver las marcas que el bambú dejaba en el lomo del animal. El adolorido perro, se quejaba durante horas de tal martirio, pero lo hacía en silencio, pues sabía que Juan miraba el televisor con el bambú al costado.

A la mañana siguiente las heridas habían sanado, más por las horas de descanso que por haber recibido alguna atención y Káiser se levantaba ansioso de escuchar la voz de Doña Lupe, pues identificaba que era momento de saludar a sus amigos del parque, quienes lo estaban esperando para jugar, correr, jugar a correr y correr jugando.

Después de varias semanas, Juan decidió que su perro estaba listo para la primera competencia, toda vez que al escuchar la instrucción correspondiente, Káiser se sentaba, se echaba en el suelo y daba la pata al amo como los párrocos antiguos disponían la mano ante los feligreses para que la besaran. Juan se sentía orgulloso de ello, sin embargo, era evidente que subestimaba la inteligencia de su perro y sobrevaloraba la suya, pues ignoraba que desde hace mucho tiempo, Káiser ejecutaba tales gracias cuando Doña Lupe le ofrecía croquetas en el parque.

La convocatoria para el campeonato nacional había sido publicada y Juan no demoró en atenderla. Acudió ante los organizadores pretendiendo inscribir a Káiser pero no hizo más que exhibir su ignorancia cuando le pidieron los datos del registro del perro ante las asociaciones canófilas correspondientes. Evidentemente, Juan no contaba con tales documentos. En el acto recordó cómo había conseguido su título de Licenciado en Derecho y pensó que obtener un certificado de pedigree de un animal iba a ser mucho más sencillo y prometió llevarlo al día siguiente.

Para los artistas de la falsificación que abundan en el Portal de Santo Domingo no hubo problema y consiguió el certificado para Káiser. Sin embargo, Juan desconocía que toda la información contenida en el documento de registro de un perro, también se encuentra grabada en un microchip que se injerta a la piel del animal. Además el número de registro que le asignan debe tatuarse en el cuero del perro para identificarlo y evitar defraudar a los organizadores de pasarelas caninas.

Consecuentemente, Juan no pudo registrar a Káiser para el campeonato nacional y la inocente criatura fue quien pagó la frustración del amo. Esa noche, la espalda del perro se transformó en el tambor que un frenético baterista sacude con una baqueta hecha de bambú.

Pasaron muchas noches para que Káiser con su sanadora saliva cerrara las heridas y pudiera caminar sin cojear. La única razón por la que el animal se esforzaba por vencer sus graves lesiones era volver a jugar, correr, jugar a correr y correr jugando con la perruna fraternidad del parque.

La frustración de Juan se incrementaba con el paso de los días. No podía perdonar que el sueño de toda su vida se desvaneciera. Podría aceptar que su perro no compitiera por ser el mejor ejemplar de su raza, pero no iba a renunciar a hacerse millonario. Juan siempre concibió a Káiser como un triunfador y si no iba a serlo en las pasarelas, entonces lo sería en las clandestinas arenas de peleas de perros. De ello, sin duda, se encargaría su insensible amo.

La ignorancia y ambición de Juan rebasaban, por mucho, su sensibilidad y hacían que su determinación fuera inflexible. Se adentró en los siniestros terrenos del pugilismo animal. Ayudado por sus colegas “coyotes” y algún otro conocido de cuestionable reputación, contactó a los organizadores de este tipo de prácticas ilegales, quienes no ocultaron su voracidad por enriquecerse a costa de un nuevo incauto y gozar al ver cómo sus criminales perros de pelea desmenuzaban las entrañas de otro novato e inmediatamente programaron el cartel del siguiente encierro. El debutante habría de superar las feroces mandíbulas del salvaje Goliat.

Así, Juan condujo a su mascota a los cuadriláteros de asfalto y lo hizo enfrentar a una corpulenta bestia. Káiser no entendía cuál debía ser su reacción ante los embates de Goliat y en pocos segundos había sido vulnerado por aquellos férreos colmillos que se teñían de malva. A aquel monstruo, que ahora gruñía su ferocidad con el hocico bañado con la sangre de Káiser, no le hacía falta tener tres cabezas para que hiciera recordar al temible Cancerbero, despreciable ser quien además de desollar a los glotones, a los soberbios y a los envidiosos, cuidaba celosamente las puertas del averno. Precisamente, Káiser sentía que estaba en el tercer círculo del alto infierno recorrido por Dante. El miedo que Goliat le provocaba se transformó en pavor cuando, miró que Juan, en un rincón, cortaba el enrarecido aire con la vara de bambú y lo azuzaba con una mirada aún más demoníaca que la del monstruo que enfrente de él babeaba espuma roja.


Káiser prefería enfrentar las asesinas fauces de Goliat antes que volver a ser azotado con aquella inclemente batuta, entonces sin pensar en lo que hacía en un parpadeo se arrojó contra su rival haciéndolo revolcarse en el suelo. Ahora Goliat se encontraba a merced de Káiser. Éste lo sometió bajo sus firmes patas delanteras, que oprimían tan fuerte como la mortal tarascada que terminó en el cuello del cancerbero del infierno. Un último y espeluznante aullido hizo enmudecer a la frenética muchedumbre.

Esa fue la primera de muchas noches que, después de un sangriento combate, Juan abría ansiosamente las manos, pero no para acariciar a su imbatible campeón, sino para recibir el dinero de las apuestas que cada día se hacían más importantes.

Los días que Káiser no tenía pelea, Juan se dedicaba a derrochar su mal habida riqueza en placeres paganos, mientras el campeón disfrutaba alegremente la parte feliz de su doble vida y dedicaba sus mañanas a jugar, correr, jugar a correr y correr jugando con sus amigos en el parque. Gracias a las juguetonas mordidas de Káiser, Lucas era el único Rottweiler con cachetes de Bulldog. Formaban una mancuerna única y a pesar de su gran tamaño, podían enternecer a una locomotora. Los niños que acudían al parque gozaban jugando con ellos, los montaban, jalaban su rabo, orejas, robaban su pelota y recibían a cambio el cálido y húmedo cariño de una lengüetada.

Preso de su insaciable ambición, Juan organizaba cada vez más peleas y Káiser todas las ganaba. A consideración de su despiadado amo, era tiempo de competir por el gran premio y apostar la fortuna que había acumulado. Programó una pelea con el perro que, a juicio de los apostadores, era el único rival digno de la fuerza y experiencia de Káiser. El monto de las apuestas ya era muy elevado y seguiría creciendo en las dos semanas que faltaban para el enfrentamiento.

Juan, convencido de que Káiser ganaría tan importante contienda y él, tan jugosa bolsa de premios, adquirió un auto y otros bienes que pagaría cuando cobrara las apuestas.

El día tan esperado llegó. Asistió más gente de la que Juan podía imaginar en un evento clandestino, pero eso le hizo sonreír porque representaría una mayor bolsa de ganancias. Mientras se desarrollaba el cartel de peleas programado antes de llegar a la principal, Juan sacudía el bambú sobre el cuerpo de Káiser, quien, justo como Juan quería, mostraba su irritación al erizar el pelaje del lomo. Protegido con un grueso guante, Juan golpeaba las mandíbulas del perro para que éste se enfadara. Para el momento que llamaron a los protagonistas de la pelea estelar, Káiser había alcanzado el máximo nivel de ira que conocía y que lo había llevado a derrotar a sus anteriores contendientes. Juan sentía con seguridad que esa noche lograría el objetivo deseado y se convertiría en millonario.

Cuando Káiser arribó al cuadrilátero olvidó toda su furia y enloqueció de júbilo al descubrir que su rival era su entrañable amigo Lucas. Ambos se olfatearon, reconociendo el aroma de la nobleza, de la bondad, de la amistad incondicional y comenzaron a jugar, correr, jugar a correr y correr jugando por todo el lote baldío que, esa noche, hacía las veces de coliseo. Parecían un par de cervatillos en el bosque dando brincos y haciendo cabriolas. Sus juegos provocaron ensordecedores chiflidos y carcajadas de la decepcionada muchedumbre que opacaban los gritos de los iracundos amos a sus respectivos perros.

Como Káiser ignoraba las beligerantes instrucciones que le gritaba su dueño ordenándole que atacara a Lucas, Juan desenfundó el inclemente bambú dispuesto a impactarlo sobre su perro. Levantó el arma y antes de que ésta contactara el lomo de Káiser, Lucas brincó para interceptarla, la agitó entre sus dientes con brutal fuerza e hizo que Juan la soltara para después reducirla a pequeñas astillas.La furia de Juan ahora se dirigía a ambos perros y lanzaba patadas que no conseguían dar en el blanco. El dueño de Lucas, quien también ardía en cólera, agredió a Juan, propinándole un fuerte puñetazo en la nariz. El público volvió a emocionarse, pero ahora gritaba vítores y giraban apuestas por los hombres que se batían en una sangrienta e irracional pelea, mientras los dos cuadrúpedos amigos salían del lugar sin dejar de jugar, correr, jugar a correr y correr jugando.

0 comentarios: